Algunas Crónicas

 

ASÍ LO ADQUIRÍ, ASÍ LO VIVÍ Y ASÍ LO SUPERÉ 

 

Mi historia con el COVID en pleno año nuevo. 

 

El 25, de enero de 2020, me encontraba en Puerto Nariño, Amazonas el único municipio de Colombia sin carros. Un edén fantástico a una hora y media de Leticia, cuando escuché a otros turistas hablar por primera vez del COVID 19 y de un posible confinamiento en los países de Asia y Europa. 

 

En medio de todos los que disfrutábamos de ese paisaje maravilloso donde rio Loretayacu desemboca al Amazonas, había un médico europeo que llamó la atención por su manejo del tema y empezó a decirnos que este nuevo virus era una mutación del SARS y que, de una forma u otra, todos íbamos a tener algo que ver con la pandemia que se avecinaba y que los cambios que la misma iba a traernos serían bastante bruscos. Estoy completamente seguro de que quienes lo escuchábamos, pensamos: "Este loco está exagerando". 

 

El 28 de ese mes, al tomar el vuelo que de Leticia me levaría a Bogotá, vi a algunos turistas japoneses usar tapabocas y pensé: "Estos chinos siempre nos salen adelante, algo serio debe ser esto de la pandemia" y recordé la charla del médico español en Puerto Nariño y mi preocupación aumentó. Al arribar a El Dorado, vi nuevamente algunas personas con tapabocas y seguía acrecentado mis temores, aunque, como todo el mundo, esperando la información de los medios de comunicación internacionales, puesto que, los nacionales especulaba demasiado sobre el tema. 

 

Los anteriores miedos desaparecieron como por arte de magia al día siguiente, pues tuve que tomar un vuelo de Easyfly desde el puente aéreo y en esa terminal, nadie, pero nadie, usaba tapabocas y todo transcurría normalmente. Así que volé tranquilo a Florencia a retomar mis labores, a pensar en mi colegio, en los nuevos estudiantes, en los horarios, en las madrugadas y en toda la rutina que me esperaba. 

 

Aquí en Florencia, el mes de febrero del 2020 transcurrió normalmente, a pesar, de las alarmantes noticias que cada día se hacían más intensas acerca del ya famoso COVID 19. Así empezó marzo, pero las noticias ya pasaban de castaño a oscuro, el 6, se confirmó el primer caso positivo del virus en el país, en una paciente de 19 años procedente de Milán, Italia y de la que luego se supo, asistió a una celebración en una iglesia cristiana y que, además, se había transportado en Transmilenio. 

 

Los directivos y docentes ya estábamos alerta y empezamos la labor pedagógica con nuestros estudiantes, insistiendo en el autocuidado, el lavado de manos, uso de tapabocas y que si tenían síntomas gripales o estaban enfermos se quedaran en casa, mientras nosotros, estábamos a la espera de órdenes de parte la Secretaría de Educación y del MEN. El viernes 13, fue la fecha. Hasta ese día tuvimos la felicidad de tener a nuestros estudiantes en las aulas, en los corredores, en las canchas, en los talleres, en los laboratorios y hasta donde no debían estar. La orden fue directa, el lunes 16 no debíamos tener estudiantes en las aulas. 

 

Desde ese día, prometí cumplir y hacer cumplir con la cuarentena, con los protocolos de bioseguridad, con el autocuidado, con cuidar las personas a mi cargo, etc. Estaba seguro, que si seguía esas recomendaciones no me infectaría. Todo lo anterior, lo hice con extremo cuidado y más aún, cuando recibo la noticia que mi hermano se había infectado de COVID en Canadá, país donde reside hace muchos años y luego en el mes de junio uno de mis tíos, es contagiado y fallece por culpa de esta terrible enfermedad. 

 

Los meses pasaron, los contagiados aumentaron, varios conocidos fallecieron y el mundo entero giró alrededor de la noticia del COVID19. Pero, llegó diciembre y con bajos índices de contagio en nuestro departamento, de una u otra manera todos nos relajamos y empezamos a ser menos cuidadosos y a temerle menos a la enfermedad. Grave error, del que caería en cuenta unos días más adelante. 

 

Como se acercaba la celebración de navidad, uno entrañables amigos, decidieron invitarnos el 24 de diciembre a su finca, cerca de Morelia, para pasar allá la noche y al otro día poder disfrutar de las bondades del rio Bodoquero. Con mi esposa, analizamos esa posibilidad, hablamos de los riesgos que se podían correr, pero al final, decidimos ir pensando que: “Eran prácticamente de la familia, era un lugar abierto e íbamos a estar pocas personas”. Con ese argumento alistamos algunos bártulos e ir a ese hermoso lugar, pues el “encierro” y la falta de vacaciones nos tenía estresados y que mejor que una finca para retomar energías al estar en contacto con la naturaleza. 

 

En la noche del 24, tuvimos algunos inconvenientes de última hora para salir hacia esa finca y llegamos allá cerca de las doce de la noche. Al ingresar a la parcela, ¡Oh sorpresa! No éramos los únicos invitados. Había otras personas y ante ese panorama, le dije a mi madre, quien quiso acompañarnos: 

 

- “Mejor vamos a Morelia y nos quedamos en un hotel.”  Mi madre me replicó con el temperamento que la caracteriza: 

- “Ehhh, usted si es misterioso y filimisco. Toda esta gente es conocida.” 

 

Y cometí el gravísimo error de dejarme convencer. Ingresamos y los anfitriones nos recibieron con amabilidad, hospitalidad y comenzamos a compartir juegos y conversaciones, todo dentro de un ambiente “sano” donde ni siquiera había licor. 

El 25 nos dedicamos a descansar y jugar voleibol y a otras actividades deportivas y recreativas, para al final de la tarde regresar a casa, felices de haber “cambiado de ambiente” sin saber, que el “verdadero cambio” empezaría dos días después. Así, cuando creíamos que todo había salido bien y retomamos algunas actividades, el 27 de diciembre mi esposa y mi madre, comenzaron a tener síntomas gripales, que poco a poco se fueron complicando. Inmediatamente, llamé a la EPS e informé que dos familiares tenían un cuadro clínico que bien podría ser COVID19. 

 

Desde la EPS, hicieron todo el protocolo y me preguntan que, si yo tenía síntomas, les manifiesto que: 

- “Hasta la fecha no he tenido nada” y me dicen: 

¿Ha tenido contacto estrecho con las personas que tienen síntomas? y les respondí: 

- “Obviamente”. 

Los temores empiezan a crecer, a veces creía tener síntomas, pero sabía también que debía estar a cargo de todo, llevarles comida, medicamentos y hacer los oficios normales de la casa. Así mismo, comienzan las llamadas de la EPS FAMAC, a quienes debo reconocer estuvieron siempre atentos a nuestra situación. El 31 de diciembre en la noche, mi esposa se complica y como yo estaba en otra habitación, no supe que llegó incluso a despedirse de mis hijos, ante la imposibilidad de respirar bien, afortunadamente un remedio naturista de eucalipto le ayudó a retomar su aliento. 

 

Por otro lado, mi madre empieza a sufrir complicaciones, yo informo a mis dos hermanos, Edna en Bogotá y Juanpa en Montreal y comienza el desespero por tratar de atender distinto tipo de recomendaciones de amigos y conocidos que ya habían pasado esta situación. Mi madre, al aplicarse la famosa tripleta, desatendiendo lo que recomiendan los médicos, se siente bien, se descuida y luego se complica de forma bastante preocupante, así que, llamo a mis hermanos para decirles que he decidido llevar mi madre a la Clínica Medilaser, debido a que tiene baja saturación y algo de taquicardia. El ingreso de ella a ese lugar me doblega, me hace sentir culpable y la frase de que “cuando los ingresan allá, es mejor despedirse, porque de pronto no los vuelve uno a ver” rebotaba en mi cabeza. Además, ese día me llaman para confirmarme que la prueba que me habían tomado hace varios días era POSITIVA. 

 

Afortunadamente, mi madre a pesar de ser una mujer de más de 70 años solo permanece medio día en la clínica y ella junto con todos nosotros, nos recuperamos satisfactoriamente días después. Eso sí, siguiendo las recomendaciones médicas. Pero, toda la parte emocional que nos tocó vivir es extrema. En la primera semana de enero, la pasamos mal, pero muy mal, con toda la sintomatología de esa terrible enfermedad que se generó en China y que hoy aqueja a todo el mundo y sobre la cual, al parecer, ni la vacuna, va a detener de la noche a la mañana como equivocadamente muchos creen. 



Ramón no pudo más”: El hombre que asesinó a sus hijos a machetazos por no tener qué darles de comer y luego se degolló

La escalofriante historia de un hombre que tuvo que dejar su tierra en una vereda de Caquetá y seis días después, desesperado, afiló su machete y acabó con la vida de sus cinco pequeños hijos y de su esposa. También se quitó la vida.

El 25 de junio de 2012, el país se llenó de dolor ante la tragedia que vivía Curillo. En esa vereda de Caquetá, un hombre había puesto fin a la vida de toda su familia incluido él mismo. La razón detrás era descorazonadora, la pobreza lo había llenado de angustia y después de meses intentando cambiar su destino, tomó la peor decisión posible. Esta es la historia de lo que ocurrió, publicada por SEMANA en ese momento.

Ramón Reyes Papamija, de 54 años, no pudo más. Le atormentaba profundamente ver a sus cinco hijos (12, 9, 8, 6 años; y un bebé de 5 meses) sin poderles ofrecer nada. Ni una cama donde dormir, ni tampoco algo que comer antes de que se acostaran en el piso para tratar de pasar la noche. Lo afligía el presentimiento de que la muerte lo estaba rondando, ya fuera por cuenta de una úlcera estomacal que le hacía vomitar sangre regularmente o por la amenaza que lo obligó a dejar su vereda. Le angustiaba que su esposa y madre de los menores, Luz Stella López, de 30 años, se quedara sola -para siempre- con semejante responsabilidad.

Todas esas circunstancias arrinconaron a Ramón en una habitación en Curillo, Caquetá. Su madre, Prudencia Papamija, una mujer cansada de 70 años, le había permitido refugiarse con su familia en ese espacio mínimo, el único que ella ocupaba esperando arrendar pronto el resto de la humilde vivienda. Una casa de dos plantas sin muebles ni bombillos, apenas un par de colchonetas por el suelo en el cuarto ocupado.

Ramón había llegado allí con su familia el lunes 18 de junio. Después de vivir 11 años en la vereda Ceilán, a dos horas y media de allí, y donde sobrevivía como jornalero, le tocó salir corriendo luego de que descubrió que unas personas que se presentaron como difusores de los derechos humanos traían morrales llenos de armas y municiones. Dejó cinco hectáreas de tierra y un rancho de tabla. De cualquier forma, algo mejor que la estrecha habitación donde ahora vivían ocho. Del destierro, Ramón solo traía su macheta. Y una extraña expresión de miedo.

Ese viernes, cuatro días después de llegar a Curillo, Ramón acudió a la Personería. Fue con sus cinco pequeños. Explicó sin mayor detalle que se habían desplazado de la vereda por amenazas, dijo sentir mucho miedo por su familia y suplicó que le ayudaran a llegar a Florencia, la capital del departamento. Esperó algún auxilio, en vano. El desasosiego lo invadió. El pueblo, ubicado en la margen del río Caquetá, de 14.000 habitantes y clima húmedo, estaba distraído en las fiestas sampedrinas, mientras él pensaba en una solución definitiva.

Curillo tiene todavía rastros de la guerra que le ha tocado padecer en las últimas décadas. Hace 13 años, las Farc se tomaron el pueblo y para acabar con la estación de Policía rociaron gasolina a toda la manzana a su alrededor. Hoy solo quedan los muros chamuscados de esas casas. Para entrar al comando, como en la lógica de un búnker, hay que pasar varias garitas. Los paramilitares, en su momento, también entraron al pueblo a sangre y fuego. Y aún hoy, a pesar de que el control de la Policía es evidente, no cesa la zozobra. La noche del jueves pasado, el reportero de esta revista escuchó desde el hotel durante dos horas el ruido de morteros.

La casa en la que estaba Ramón y su familia queda a un par de cuadras del comando. El domingo, día de coronación de la reina popular y verbenas hasta el amanecer, Ramón le dijo a su hijita de 6 años que buscara a la abuela y le pidiera una lima para afilar. María Prudencia, que superaba los días vendiendo comida con una vecina en la parte baja de la casa, enterada e inquieta decidió llevarle la lima ella misma. Le preguntó para qué la quería, y él le dijo que la macheta estaba “empavada”. “¿Y para qué necesita la macheta?”. “Por si sale algo qué hacer”. María Prudencia no quedó tranquila, pero no le dio largas a sus pensamientos retorcidos. Al cerrar la cocina, pasadas las ocho de la noche, fue con dos de sus nietas a la plaza del pueblo para ver la coronación.

Ramón, entre tanto, permaneció en la casa con su esposa y los otros pequeños. Recibió dos visitas: el presidente de la junta veredal de Ceilán de paso por el pueblo, lo escuchó, trató de tranquilizarlo y antes de irse le regaló 50.000 pesos; luego llegó un viejo amigo que le recomendó asistir a la iglesia y le dio un pan de tamaño familiar. Ramón oró y lloró con ambos, perturbado por la suerte de su familia.

Hacia las once de la noche la abuela regresó con las dos nietas y se acostaron como los otros sin novedad alguna. Sin embargo, dos horas después, cuando todos dormían profundos, Ramón la despertó con cautela. Le dijo que tenía mucho dolor y le pidió un jugo de sábila, la única bebida que lograba calmarle el dolor de la úlcera. Prudencia fue a la parte baja de la casa, buscó un trozo de la planta, la preparó y subió con el remedio. Calcula que no tardó más de 15 minutos.

Fue el tiempo suficiente para que Ramón deslizara con fuerza y firmeza la macheta afilada por el cuello de cada uno de sus hijos (tres niñas y dos niños). Lo mismo hizo con su esposa, quien, quizá por tener más fuerza que los menores, alcanzó a reaccionar levantándose y yendo hasta la puerta donde cayó, desangrada, sin lograr abrirla. Cuando Prudencia regresó con el jugo para aliviar a Ramón, el cuerpo de su nuera bloqueaba la puerta desde adentro. Y su hijo se había vuelto el más abominable criminal.

Prudencia tocó y llamó repetidas veces. Entendió entonces que algo estaba mal y empezó a temer que los gritos que había escuchado desde la cocina no fueran la algarabía de las fiestas como lo había imaginado. Logró empujar la puerta un poco y a través de la rendija alcanzó a ver el cuarto en penumbra y en él las figuras de los cuerpos tendidos en desorden. Al mismo tiempo, por el filo bajo de la puerta empezó a asomarse un charco de sangre.

Temblando, en pijama y sin poder hablar, Prudencia llegó hasta la plaza del pueblo donde la fiesta estaba en su mejor momento. Allí encontró al teniente Jhon Alexánder Carlos, un joven de 24 años, jefe de la Policía del municipio, a quien apenas atinó a decir “¡Mi hijo, como que lo mataron!”. Era la una de la madrugada. Como pudo le indicó al uniformado dónde vivía y este de inmediato acudió con varios agentes.


Entraron a la casa, subieron a la segunda planta y por la rendija Carlos introdujo su linterna. Vio entonces la escena de horror. Estremecido advirtió que se trataba de varios menores y empujó la puerta hasta que se abrió paso. Buscó urgentemente algún signo de vitalidad entre los niños. “Pero, no, ninguno. Nadie”, dice.

Luz Stella, la madre que quedó derrumbada contra la puerta, presentaba una herida abierta de 14 centímetros rodeándole la región derecha del cuello. Igualmente, cada uno de los cinco niños tenía un corte profundo en el costado derecho del cuello; dos además tenían tajos adicionales en las muñecas y los antebrazos. Años atrás, cuando nacieron, sus padres habían ideado nombres similares para ellos sin reparar en la ortografía: Yuliana, Yuli, Yuleidy y Yojan; solo el mayor de los hombres se llamaba Ramón, como su padre y verdugo.

La herida mortal en Ramón Reyes Papamija fue la misma: se degolló con un corte de 11 centímetros de largo en el flanco derecho del cuello. A su lado quedó la macheta embadurnada con la sangre de la familia extinta. Al salir de la habitación, el teniente Carlos hizo varias llamadas urgentes. Se comunicó con la unidad de Policía criminal y con el alcalde de Curillo. Luego fue a la primera planta de la casa y le habló a Prudencia con las mejores palabras que encontró para amainar la tragedia.

La fiesta del pueblo se acabó por orden administrativa. En cuestión de minutos todos estaban enterados y espontáneamente decidieron abandonar la plaza central y movilizarse a la casa de Prudencia. Rodearon la vivienda con velas y, un par de horas después, cuando concluyó el levantamiento de los siete cuerpos, el pueblo entero hizo una marcha fúnebre acompañando a Prudencia hasta la morgue. Eran las cinco de la mañana. Todos comentaban que Ramón no pudo más.


Crónica| Así es el trabajo de las desminadoras en Caquetá 
Agencia Anadolu Bogotá Febrero 18, 2020 - 11:31 AM 

 Cuando es época de sequía en el Caquetá la tierra amarilla se compacta y se resquebraja. En las veredas rurales del municipio de Milán, a dos horas de Florencia por río, el paso de las mulas y los carros levanta un polvo fino y los perros buscan cualquier pedazo de sombra o hilo de agua para atenuar el calor húmedo que caracteriza la zona. En esa tierra, seca y dura, Yulieth Escarpeta y el grupo de desminadoras con el que trabaja escavan en busca de los explosivos que dejaron las Farc durante el conflicto. 

No hay mapas específicos ni información de primera mano sobre la localización exacta o el tipo de explosivos que usó la guerrilla. Por eso, el trabajo de encontrar una mina en el Caquetá, como en la mayor parte de Colombia, se parece al de buscar una aguja en un pajar, con el agravante de que el artefacto que buscan podría estallar. Con pleno conocimiento de los riesgos, el grupo de desminadoras se levanta todos los días mucho antes del amanecer, toman un café cargado con panela, un buen desayuno y salen a buscar los artefactos explosivos. El trabajo de Yulieth y del equipo de desminadores de Ayuda Popular Noruega (APN), una organización humanitaria especializada en el tema, empieza poco antes de las seis de la mañana. Un carro de la organización las traslada desde el campamento en el que viven, en la vereda de Agua Blanca, a unas cuatro horas por tierra del casco urbano de Milán, hacia las montañas donde los campesinos de la zona han reportado áreas minadas. El equipo está conformado por 12 personas, ocho de ellas mujeres. 

En el último año han estado descontaminado la zona que rodea la vereda de Agua Blanca, que solía ser escenario de frecuentes combates entre el Ejército colombiano y el Frente 14 del Bloque Sur de las Farc. Las minas que instalaban las Farc eran improvisadas y ubicadas en lugares estratégicos. “Ellos usaban las minas para así no confrontar directamente al Ejército. Ponían las minas donde el Ejército se asentaba para que cuando volvieran se vieran afectados”, cuenta un habitante de la vereda Las Delicias, en el municipio de Milán, que prefiere reservar su nombre, pues en la zona hay cada vez más rumores sobre el crecimiento de las disidencias de las Farc. Históricamente el Caquetá fue bastión de las Farc, pero entre 1998 y 2006 grupos paramilitares arremetieron contra el Bloque Sur de esta guerrilla. 

El conflicto escaló y con él la nefasta práctica de minar zonas estratégicas, como corredores de droga, armas y víveres, o lugares altos donde el Ejército pudiera acampar. Muchas veces las Farc avisaban a la comunidad que habían minado cierta área, pero algunas veces los explosivistas que sabían dónde estaban los artefactos morían en combate o los guerrilleros olvidaban dónde los habían puesto y quedaban abandonados. La comunidad no tenía más alternativa que aprender a convivir con las minas. No volvían a pasar por las zonas que podían estar contaminadas, los niños hacían recorridos más largos para llegar a la escuela y los campesinos dejaban de trabajar sus parcelas. Con el tiempo, la selva reclamaba los pedazos de tierra. Tras la firma del Acuerdo de Paz, el 24 de noviembre de 2016, se pusieron en marcha iniciativas de desminado en las zonas que antes eran controladas por las Farc, y la Ayuda Popular Noruega fue una de las organizaciones civiles que se pusieron en la tarea de descontaminar el país. “Cuando llegó APN a Milán, abrió una convocatoria y me gustó cómo nos daban la oportunidad a las mujeres, porque usted sabe que antiguamente se manejaba el machismo”, dice Yulieth, una joven menuda, de cabello castaño y ojos vivaces.

 A sus 20 años, Yulieth recuerda muy bien el conflicto, sobre todo el confinamiento al que la obligó la violencia. Confinamiento dentro de la casa, para evitar que “le pudiera pasar algo a uno”, y confinamiento en el territorio debido a las minas. Usa la palabra “libertad” una y otra vez para definir cómo se siente: “Ahora que estamos en lo de la paz uno puede salir y puede disfrutar de la naturaleza y del aire fresco”. Junto a Yulieth trabaja Lorena Téllez. Ella tiene 24 años y es líder de un grupo de cuatro desminadoras. Es quien ayuda a verificar que cada una calibre su detector de metales correctamente y se interne a las zonas de donde van a trabajar, normalmente cubiertas de vegetación selvática, con todas las herramientas que pueda necesitar para las excavaciones. desminado Así, bajo estrictas medidas de seguridad, dentro de zonas de despeje minuciosamente demarcadas y con un traje de protección que les recubre la mitad superior del cuerpo, las mujeres inician cada día su trabajo de desminado. A cada una se le designa una zona para descontaminar. Si al pasar el detector de metales hay un pitido y el objeto que lo ocasionó no está en la superficie, deberán empezar la excavación. La misma tierra que en época de sequía es dura y reseca, en época de lluvias se vuelve una masa arcillosa que se les pega fácilmente a las botas y palas.

 Cada excavación se debe hacer con la rigurosidad y precisión que requiere el tratar con una mina antipersonal, así lo que haya ocasionado el sonido termine siendo una puntilla. El trabajo es arduo, sobre todo en las horas del día, cuando la temperatura supera los 30 grados centígrados y la humedad es superior al 80%, algo muy común en el Caquetá. Lorena cuenta con orgullo que ella, junto con el equipo de mujeres desminadoras, ha cavado letrinas, construido puntos de control para las áreas de desminado y entregado áreas completamente libres de sospecha de minas. “Aquí es dónde le demostramos a todo el mundo que las mujeres podemos hacer exactamente lo que hace un hombre. Sí, es duro, pero uno lo hace de corazón”, afirma Lorena, y sonríe. El trabajo en terreno de Lorena y su equipo es complementado por otro grupo encargado de entrevistar a los miembros de las comunidades afectadas y recaudar información sobre zonas que podrían estar contaminadas, algo que en el proceso de desminado se conoce como “estudio no técnico”. 

 Katherinne Cárdenas es líder de un equipo de estudio no técnico y explica que, ante la falta de información clara sobre la localización de las minas, los testimonios de la comunidad se vuelven una herramienta clave. Ganar la confianza de personas a quienes las décadas de guerra les han enseñado a quedarse calladas no es fácil, pero ahora, gracias al desescalamiento del conflicto, muchos están dispuestos a hablar. “Aunque ellos dicen que tienen miedo, quieren recuperar sus terrenos”, dice Katherinne. Luego de seis años de experiencia con organizaciones de desminado, la antioqueña afirma que ha podido demostrar sus capacidades y aportar a la paz. “Cuando estaba en el colegio y nos daban instrucciones de minas nunca pensé que yo podía ayudar a cambiar este país.

 Siempre lo veía como algo lejano que hacían personas del Ejército y con capacidades que yo no tenía. Ahora veo que nosotros los civiles nos podemos capacitar y podemos aportarle un grano de arena a la paz. A todos nos toca ayudarla a construir”, dice Katherinne. El proceso para lograr que el Caquetá esté libre de sospecha de minas aún es largo, especialmente porque hay zonas en las que las disidencias de las Farc impiden que se desmine, pero Lorena, Yulieth y Katherinne dicen estar firmes en su meta de “salvar vidas metro a metro”.


Lo que dicen los niños (Alberto salcedo Ramos ) 


 Lo único que José Montero Jiménez comió esa tarde, antes de salir a entrenar, fue un trozo de patilla, de los trescientos que tenía su hermano mayor en su puesto de frutas del Mercado de Bazurto. El niño, de doce años, había escuchado en el gimnasio que cuando la comida escasea se deben comer las frutas de la época, que, por ser tan abundantes, se consiguen a bajos precios y son hidratantes. Para su edad, Montero era demasiado enclenque y pequeño, y su mirada, bruñida por una simpática dulzura infantil, resultaba ajena a una actividad tan hosca como el boxeo. Sus rodillas estaban infectadas de forúnculos y cicatrices de viejas peladuras. Su tierna voz inspiraría, en quienes la escuchasen sin pertenecer al mundo del boxeo, el deseo de pedirle que se retire de ese oficio tan áspero. “Es que mi hermano ese día amaneció con la cantaleta de que yo tenía parásitos y me dijo que con tanta lombriz no debería seguir boxeando. A él no le gustó que yo le echara azúcar a la patilla, porque dice que el dulce revuelve los parásitos. Total es que se le metió el tema de que yo no iba a entrenar más boxeo, porque no estaba en buenas condiciones, y me advirtió que desde ese día no iría más al gimnasio. Yo no le contesté nada, sino que me aparté con la cara triste y entonces él se condolió, me dio plata para los buses y, sin hablar, nada más con un gesto de la cara, me hizo señas de que me fuera a practicar. A mí se me salió una sonrisa con él antes de irme”. 50 | Alberto Salcedo Ramos En el trayecto hacia la parada de buses, Montero aspiró, con una mezcla de delectación y desasosiego, el olor a pescado frito que salía de la Fonda de Socorro, y más adelante, sin todavía reponerse, lo asaltó un vaho de sancocho de gallina criolla, en medio del cual reencontró su desamparo. Los puestos de comida y frituras de Bazurto estaban atestados de caras complacidas, con palillos en las comisuras de los labios, y había voces fuertes que discutían sobre boxeo, sobre la honra de las mujeres y sobre la importancia de defender el honor de los varones. Por momentos, una emanación de cerveza se entreveraba con el aroma de la comida y entonces un chillido pedestre salía disparado de alguna parte, para festejar la letra de una ranchera. “El hambre aturde más cuando hay ruidos y el sol está caliente y uno ve que hay gente comiendo y cantando por donde está uno. Claro que el entrenador de nosotros es bueno: si no hemos comido, no nos exige entrenar. Él no es como otros, que no preguntan eso. Si alguno de nosotros no ha comido o está fallo, tiene que avisarle y entonces él le dice que así no lo puede dejar que entrene. Algunos no dicen nada, por pena. A mí ese día la pregunta me tomó por sorpresa, porque no esperaba que me la hiciera a mí primero. Bueno, yo le contesté que tenía entre pecho y espalda medio bolo de patilla con azúcar por dentro. Ah, pero me hice el pendejo y no le conté que me estaban dando unos retorcijones en las tripas. Como que la patilla me cayó mal”. Montero practicaba el boxeo desde hacía dos meses, pero el manejador nunca le había ordenado hacer guantes, debido a su escasa edad. En cambio, le mandaba a intensificar el trabajo en lo más elemental: concentración, preocupación defensiva con base en una guardia bien armada, agilidad para mover el tronco y la cabeza, rapidez y firmeza para configurar el compás de las piernas y destreza para golpear el saco de arena y saltar la cuerda. Textos escogidos | 51 Su madre, Elisa Jiménez, le había recordado recientemente al entrenador que cuando el chico tenía cuatro años se escapaba de la casa a cazar lagartijas por los playones de La Candelaria, y no solo las atrapaba con una habilidad asombrosa para su edad, sino que también, muchas veces, se las llevaba a la boca, después de haberlas descuartizado con pedazos de vidrio. Ella creía que desde esa época a su hijo le había crecido el abdomen. Sin embargo, el hinchado vientre, sin duda lo que más resaltaba de su figura, no le había molestado al niño hasta aquella tarde, en que sentía como si lo estuvieran apretando por dentro con unas pinzas. –Profe, quiero una soda. –¿Una soda? ¿Y eso para qué? –Tengo la garganta reseca. –Tú no tienes nada en la garganta. Lo que estás es pálido. Así no puedes entrenar hoy. –Bueno, profe, le voy a decir la verdad: es que tengo la barriga llena de viento. –Ah, te duele, ¿verdad? ¡Y no me habías dicho nada! ¿Quién crees que responde por ti cuando estás en el gimnasio, eh? Aquí yo soy tu padre y tu madre y tienes que comunicarme todo lo que sientes. “En ese momento yo miré los ojos del profesor y estaban serios. Eso me dio mucho sentimiento. Y como la barriga me dolía, entonces me puse a llorar. Al profe como que también le dio sentimiento, porque se quedó callado y me abrazó y empezó a sobarme donde me dolía. Después, me consiguió la soda y el dolor se me fue quitando poco a poco. Pero no entrené ese día. El profesor también pensaba que yo tenía parásitos y me mandó a tomar un purgante”. 52 | Alberto Salcedo Ramos Lo que dicen los niños Más de doscientos niños entre los ocho y los trece años, provenientes de diferentes barrios de Cartagena y de las poblaciones cercanas del norte de Bolívar, acuden de lunes a viernes al gimnasio del Pie del Cerro a realizar sus prácticas de boxeo. El desarrollo físico de un gran porcentaje de estos chicos es deficiente, por lo cual representan una edad inferior a la que en realidad tienen. Algunos se ven tan maltrechos, que es difícil explicarse por qué no se les rompen los huesos después de los primeros minutos de la sesión. Muchos de quienes en apariencia lucen saludables, con sus cuerpos magros y tensos chorreando sudor, descargando puñetazos en el aire y moviendo la cabeza con bríos para esquivar los golpes de un rival imaginario, no solo se vinieron sin comer, sino que, además, por falta de dinero para abordar un bus urbano, recorrieron, a pie, diez o más kilómetros de distancia. A esa edad, casi todos están convencidos de que, por regla, el sacrificio los hará campeones mundiales y así podrán sacar de la miseria a su familia. A nadie se le ocurre que existe también la alternativa de que, a pesar del esfuerzo, no lleguen a ninguna parte, por falta de suerte y de oportunidades, o porque tropiecen con rivales mejores que ellos. En el fondo, no saben todavía qué es lo que hay detrás del boxeo, como lo sostiene el entrenador Aldemiro Díaz: “es posible que un niño de diez años se mueva bien y pegue bien, pero eso todavía no prueba nada, porque a esa edad nadie ha definido lo que quiere ser y menos en una actividad tan fuerte como el boxeo”. Rafael Zúñiga, gran prospecto del pugilismo colombiano, no está de acuerdo con que los niños practiquen este deporte, por las mismas razones de Díaz. Además, él piensa que si el boxeo se asume en la Textos escogidos | 53 infancia puede ocasionar serios trastornos en el organismo, por la temprana acumulación de golpes. “Mira, mi hermano –dice Zúñiga–: la primera pelea de un boxeador es cuando decide ser boxeador. Esa decisión la debe tomar uno solo, porque si alguien te lo recomienda, esa persona no va a estar contigo el día que te toque subir al ring”. Luis Mendoza, actual campeón mundial de la división supergallo, también se opone a que los niños hagan boxeo, porque piensa que en la niñez el cuerpo es frágil y susceptible de sufrir daños irreparables. Desde luego, hay también muchas opiniones favorables, como la del experimentado adiestrador Orlando Pineda: “es obvio que a un niño no se le ponen las mismas cargas de trabajo de un adulto, sino sesiones que estén dentro de sus posibilidades. En cualquier disciplina deportiva, por muy dura que sea, quienes empiezan en la infancia gozan de alguna ventaja”. Ninguno de estos niños tiene conciencia plena de lo tempestuoso que es el boxeo ni de los estragos que puede ocasionar, pues a todos los preparan para pensar que el trabajo vehemente los llevará a ser campeones mundiales. Así, cuando se les pregunta por qué boxean, responden con frases que han escuchado en el gimnasio: “yo boxeo para hacer deporte, mi vale, y el día de mañana no caer en el vicio”. O bien recitan: “esto es duro, compa, pero lo hago para sacar a mi familia de la pobreza cuando sea campeón mundial”. A la hora de explicar por qué eligieron ese camino, son muchos los que combinan el candor propio de la infancia con la agresividad aprendida en el oficio. Henry Torres Azán, trece años, dice: “yo boxeo porque me gusta ese arte”. –¿Y no te parece muy pesado? 54 | Alberto Salcedo Ramos – Sí. Pero a mí me gusta. –¿Qué sientes cuando golpeas a alguien en el rostro? –Un corrientazo sabroso en los nudillos. –¿Y cuando te golpean a ti? –Busco la manera de desquitarme enseguida. Eusebio Robles Ayala, doce años, considera, por su parte, que el boxeo es un deporte fuerte “porque el cuerpo de los humanos se maltrata mucho”. –Si es muy fuerte, ¿por qué lo practicas? –Es que en la casa, que queda en el Barrio Chino, a veces no se desayuna y si yo quedo campeón mundial es más fácil conseguir la comida. –¿Qué te dicen tus padres del boxeo? –Ellos lo único que me dicen es que me cuide. Que no pelee con pelados más cuajados que yo. –¿Qué esperas tú del boxeo? –Que me dé alegrías. No meterme al vicio ni nada de eso. –¿Cómo te va en el colegio? –Bueno, me va bien. Yo estudio en el Colegio Ciudad de Santa Marta. Pregunte allí para que vea que yo soy buen alumno. –¿Qué serás, entonces, cuando seas grande? – Un boxeador inteligente. –Siendo buen estudiante, deberías retirarte del boxeo y seguir en el colegio. Textos escogidos | 55 –No, compa. Esa es mala. Mejor me retiro del estudio. La respuesta de Víctor Herrera es más directa: “boxeo porque conozco el hambre”. Herrera tiene diecisiete años –comenzó a practicar a los catorce– y cursa tercer grado de bachillerato en el Liceo Pedro de Heredia. –El boxeo es bueno, porque a uno no se le da por la droga. –Eso no es cierto. Hay muchos boxeadores que consumen drogas. –Ah, sí. Pero son unos pocos. Locos que son, porque cuando uno hace deporte no necesita vicio. –¿No te parece muy violento que dos niños se peguen? –Eso depende. Si es boxeando, ahí no hay violencia, porque ellos no han salido de discusión ni se odian. Solamente están viendo quién es mejor y al que le toca perder no se queda con rasquiñita. De malas, mi vale, ¿qué se va a hacer? –¿A tus padres les parece bien que tú pelees? –Aguántate ahí: yo no peleo. Yo boxeo, que es distinto. Y mis viejos no le ven nada malo a eso. Al contrario, ellos me animan. Y como soy primo hermano de “Mochila” Herrera, me dicen que tengo cría. Gustavo Herrera Mangones, siete años, es el menor de los niños que acuden al gimnasio y no tiene una explicación clara a la pregunta de por qué boxea. “Para dar puños”, dice. Su hermano, Francisco Javier, que cursa primer grado de bachillerato y tiene doce años, asegura que el boxeo debería ser obligatorio en los colegios, para que los estudiantes “crezcan sanos”. –¿No crees que te puede ocurrir algo malo? 56 | Alberto Salcedo Ramos –Si yo no supiera pasar los golpes, tal vez. Pero yo me cuido. Tengo buena vista y me protejo bien. –¿Crees que vas a ser campeón mundial? –Claro, mi vale. Si no, no estuviera aquí. Yo voy a ser alguien. ¿Ya apuntó mi nombre? 



     La palabra de Juan Sierra (Alberto Salcedo Ramos) 


 Juan Sierra Ipuana, hombre de metáforas, supone que si pudiera devolver el tiempo no estaría sentado en su rancho viendo pasar el potro ajeno, sino recorriendo los playones de la Alta Guajira al mando de su propio caballo. Si tuviera otra vez catorce años, dice, viviría sumergido en el mar buscando ostras para vendérselas a los barcos holandeses saqueadores de perlas. Si tuviera veinte, trabajaría en un alambique fabricando chirrinche, el licor casero de sus ancestros wayúu. Y si tuviera treinta, sería matarife y a esta hora de la mañana estaría vendiendo carne de chivo en su ranchería. Sierra Ipuana se ve a sí mismo cuando tenía cincuenta años, manejando una tractomula repleta de piedras para proteger las charcas de sal de Manaure. También se ve a los cuarenta dinamitando el suelo desértico, tras la pista de nuevos pozos de agua dulce, y luego instalando molinos de viento para abastecer a la gente y a los animales. Cuando se busca en su propia memoria no aparece sedentario como es hoy, a los setenta y dos años, sino convertido en lo que él llama “un hombre-lluvia”, es decir, “alguien que puede caer en cualquier parte”. Los recuerdos, explica con otra metáfora, son el único recurso que le queda al hombre para bañarse de nuevo en el río que ya pasó. La nueva sentencia se entiende mejor cuando uno ve a su 116 | Alberto Salcedo Ramos esposa, Arminda López Pushaina, entregada a la tarea de desarmar pieza por pieza un mantel que bordó hace medio siglo, para tejerlo otra vez desde la primera hasta la última puntada. Sierra Ipuana reconoce que padece “el mordisco de la media noche”, o sea, la nostalgia típica de los viejos. Pero si quiere devolver el tiempo no es solamente para recuperar los bríos y los amores de la juventud, sino también para escaparse de este presente hostil que le produce pánico. “Los alijunas nos quieren acabar”, dice. Alijuna es la palabra wayúu con la cual se nombra a todo el que no pertenezca a la etnia, sea blanco o sea negro. El vocablo correspondiente en castellano es “civilizado”. En la semántica nativa, explica Sierra Ipuana, el término alijuna ya no se está usando para designar al diferente sino para referirse a aquello que genera temor. Son “civilizados” los hombres que están masacrando a los indígenas en la Alta Guajira y los que enseñaron a ciertos indios a asaltar camiones de carga en las carreteras. También lo son los funcionarios del gobierno que un día llegaron a imponer sus normas en el uso del mar. –¡Alijuna es el televisor! –exclama Arminda de repente. La frase es más sorpresiva por el hecho de que la mujer no había abierto la boca en toda la mañana. Ahora señala con dureza hacia el rancho contiguo, donde sus hijas Érica y Milagros se mueren de la risa viendo un programa de televisión. Luego retoma su tejido de la misma manera abrupta en que lo había interrumpido, mientras su marido contempla a las gallinas que picotean en la arena. Textos escogidos | 117 –¡Ese es mucho aparato malo en la vida! –brama entonces, esta vez sin levantar la vista–. No más sirve para que las muchachas se vuelvan flojas y malmandadas. ••• Los wayúu son una de las más numerosas etnias indígenas de las tierras bajas de Suramérica. Habitan la península de la Guajira, que se extiende hasta el mar Caribe, en el extremo norte de Colombia. Chayo Epieyuu, respetada matrona de Manaure, calcula que hay unos ciento cincuenta mil “paisanos” repartidos entre Colombia y Venezuela. Se dedican básicamente al pastoreo de chivos y ovejas, a explorar el mar y a tejer. Tienen un sentido colectivo del beneficio y del daño, encaminado a preservar la unidad de la familia. Si alguien cocina un chivo el banquete es para todos, y si se enferma, todos tienen que ayudarlo a costear la enfermedad. En grupo deben pagar, además, las faltas graves de sus miembros que pongan en peligro la convivencia del clan con el resto de la sociedad. En el complejo sistema de compensaciones de la cultura wayúu, uno de los rituales más conocidos es el de la dote. Es el pago que el hombre enamorado debe entregarle al padre de su pretendida, para poder fundar con ella su propio rancho. El investigador manaurero Alejo D’Luque considera que la intención de esta ceremonia no es vender a la novia sino acentuar el carácter colectivo de la familia. Que nadie coma solo ni muera solo. Que cada persona aporte lo necesario a la causa común del grupo, para que le resulte más fácil llegar vivo a la otra orilla del río. Para no indigestarse con el postre en la luna de miel, el esposo debe procurar que todos reciban la parte del festín que les corresponde. ¿Y en qué consiste el premio? La dote incluye chivos, mulas, tierras y collares de tumas (una variedad exótica de 118 | Alberto Salcedo Ramos piedras preciosas). La cantidad depende de la belleza de la novia y de la posición social de su familia. Para reunir el pedido y entregarlo en el plazo establecido, el enamorado acude si es necesario a sus propios parientes, ya que ellos también esperan que el matrimonio valga la pena y los beneficie. La Guajira es uno de los departamentos colombianos de mayor riqueza mineral. Produce quinientos millones de pies cúbicos de gas natural al día y veinticinco millones de toneladas de carbón al año. Su volumen de sal, de acuerdo con estimativos de Alejo D’Luque, representa casi el cincuenta por ciento del total del país. También están los peces y la energía eólica. Hubo un tiempo en que el wayúu disfrutaba libremente de muchos de esos recursos, como si los creyera escriturados por el viento. Pero un día llegaron los alijunas a trastornarlo todo con sus gobernantes, sus políticos, sus jueces, sus trámites, sus documentos de identidad, sus elecciones y sus masacres. Desde entonces la vida no ha sido igual para los indígenas. ••• Aparte de cultivar una charca familiar en las salinas del pueblo, Juan Sierra Ipuana es palabrero. Así se designa en español a la persona conocida en lengua wayúu con el nombre de Pütchipuu. Su función es mediar en los conflictos interfamiliares, con el fin de lograr un arreglo rápido que sea justo para ambas partes y proteja el equilibrio social de la etnia. El palabrero es elegido invariablemente por el ofendido y no debe pertenecer a ninguna de las partes enfrentadas. Cuando acepta el encargo, se dirige a la ranchería del agresor para “llevarle la palabra”. Ante el grupo reunido en pleno, el Pütchipuu aclara de entrada cuál es su misión y quiénes se la encomendaron. Después expone la gravedad del daño causado y señala el monto de la reparación exigida Textos escogidos | 119 por los afectados. Si el jefe del clan está de acuerdo con la multa, lo que sigue es fijar la forma de pago. Si no, tiene derecho a plantear una contrapropuesta que el propio palabrero transmite a la familia que le asignó la tarea. En algunos casos se necesitan varios viajes entre un lugar y el otro. Pero casi siempre el problema se resuelve con una o dos visitas. Cuando el culpable no tiene bienes para responder por su infracción es declarado objetivo de guerra. Eso quiere decir que en cualquier momento podría morir en un atentado. Se entiende que la sentencia lo afecta a él y a cualquiera de sus parientes varones. “Mandar la palabra” es ejecutar, a través de un ritual político, una ley vieja y feroz. El palabrero no asume el papel de juez sino el de mediador. Por tanto, se mantiene neutral todo el tiempo. Ni siquiera toma partido por la familia que lo buscó. En el proceso de concertación oye injurias, oye amenazas, pero solo transmite lo esencial de las razones: “Fulano dice que puede pagarte con una recua de mulas”. Como buen canciller, se permite introducir una promesa cordial donde minutos antes había una sarta de adjetivos incendiarios: “Me dijeron que van a ver si pueden reunir lo que tú pides”. Se trata de un acto refinado en la forma pero inapelable en el fondo. Lo que te envían no es un dardo envenenado sino una palabra, pero esa palabra es de acero, te cobra las cuentas pendientes, te enrostra las faltas cometidas y te amenaza de un modo tan sutil que no puedes evitarlo. Claro que también te ofrece una nueva oportunidad. Si usas con buen juicio el verbo que te mando, nos ganaremos ambos la gracia de librarnos de la guerra. Ni siquiera cuando hay una muerte de por medio los dolientes pueden saltarse este ritual de conciliación para buscar la venganza directa. La compensación es proporcional al tamaño de la afrenta y a la posición social de la familia afectada. Se cobra por las calumnias, 120 | Alberto Salcedo Ramos por los golpes físicos, por las imprudencias de borracho, por el hurto, por las ofensas verbales y por el homicidio. El pago se efectúa en dinero o con tierra y ganado. El palabrero no exige honorarios por su trabajo pero el grupo que lo buscó le obsequia un porcentaje de la indemnización. ••• Arminda López les ordena a sus hijas Érica y Milagros que apaguen el televisor y se pongan a hacer oficio. A una le pide que barra. A la otra, que traiga dos vasos de chicha de maíz. Juan Sierra Ipuana, entre tanto, ha dejado de mirar a las gallinas. Ahora pela una vara delgada con un cuchillo basto de cocina. De pronto, ruge el desierto. La arena se levanta, el viento arrastra una alpargata guaireña descosida en el empeine. “La brisa del nordeste es una escoba loca”, dice Sierra Ipuana, sonriente, mientras recibe el vaso de chicha que le trajo su hija. Cuando la muchacha se aleja, la manta le tiembla en el cuerpo. Sierra Ipuana añade que si no fuera por el viento, la tierra ya se habría ahogado de calor. Su madre, otra criatura de metáforas, afirmaba que en la Guajira las sequías eran tan intensas que a veces las plantas salvajes se retorcían de sed y los sapos se morían sin saber nadar. En esta ranchería, como en todas las de Manaure, los días fluyen lentos, sin sobresaltos. Sierra Ipuana explica que el wayúu puede vivir a su ritmo porque no tiene ninguna deuda pendiente con el cielo. Tanto él como su mujer son hijos de wayúu con alijuna. Los mestizos como ellos les enseñan a sus herederos la lengua nativa, pero además los obligan a aprender castellano para que puedan entender lo que dice la gente que vive más allá del desierto. A veces los mu- Textos escogidos | 121 chachos repiten en español palabras que a sus padres no les causan ninguna gracia, como “jean descaderado” y “condón”. –¡Apaguen ese puñetero televisor! –chilla entonces Arminda por enésima vez. Terminada la chicha, Sierra Ipuana pide un vaso de agua para hacer buches y sacarse los granos de maíz que se le quedaron atrancados entre los dientes. Después dice que no se cansa de agradecer el poder transformador de la palabra. Una palabra bien dicha desarma al enemigo, acerca al que se encuentra lejos, abre las puertas clausuradas, alegra al que está triste y apaga los incendios alevosos. En cambio, cuando pronuncias una palabra altanera las palomas se vuelven halcones, los ríos se salen de madre, los mares se enfurecen y hasta el problema más inútil adquiere de repente la fuerza suficiente para destruirte. La tradición del palabrero es explicable porque en la cultura wayúu la palabra es ley sagrada que no se lleva el viento. Además, en una etnia quisquillosa y competidora por naturaleza siempre es bienvenido el que sabe calmar los ánimos. Cada conciliador ostenta una autoridad indiscutible. Tiene las llaves de la vida y de la muerte. Sierra Ipuana considera que cumple bien su trabajo porque logra que el ofendido reciba lo que se merece y el agresor no pague más de lo que debe. Así el problema muere en el acto, sin ninguna consecuencia lamentable. Yo le digo que si nosotros, los alijunas, pusiéramos en práctica ese ritual, con seguridad lo dañaríamos: el palabrero tendría tres secretarias y dos asistentes, los periodistas publicaríamos los insultos secretos de las partes durante el proceso de concertación y además habría que autenticar mil papeles en una notaría. Si alguna vez se lograra un 122 | Alberto Salcedo Ramos arreglo no sería en menos de cinco años. Y al final la indemnización solo alcanzaría para pagar las comisiones de los intermediarios. Sierra Ipuana sonríe con malicia, pero casi enseguida adopta un rostro grave para reconocer que la justicia wayúu, como todo lo que maneja el hombre, es falible. A veces la palabra se queda corta para curar las heridas y acercar a los enemigos. Entonces se arma una matazón en la que corre sangre inocente. Fue lo que sucedió en los años setenta y ochenta del siglo pasado con las familias Cárdenas y Valdeblánquez, y con los clanes de Raúl Gómez Castrillón –apodado “El Gavilán Mayor”– y Juan Pinto. La esposa le dirige una mirada tan severa como la que les envió a sus hijas hace un momento, cuando tenían prendido el televisor, y dice que hay ciertos problemas de la vida que no se pueden solucionar. –Tampoco hay quien pueda acabar con la fiebre amarilla –exclama. Viéndolo allí, con la camisa trepidante por la brisa del nordeste, pienso que Sierra Ipuana, hombre de metáforas, no tendría cabida en un mundo civilizado como el nuestro, en el que muchos pretenden cobrar a la brava hasta lo que no se les debe pero nadie parece dispuesto a escuchar la palabra.}


     El bufón de los velorios (Alberto Salcedo Ramos)


 “Chivolito” jura por Inés Cuesta, su madre, que no se duerme cada noche con la esperanza de que a la mañana siguiente amanezca muerto alguno de sus paisanos. Luego carraspea, se queda pensativo. Casi enseguida advierte que aunque a él le conviene la muerte del prójimo, jamás se ha sentado en la terraza a esperar que eso ocurra. La gente estira la pata porque le toca y no porque él se encargue de liquidarla. –Yo no tengo la culpa de que la trombosis ande suelta por las calles buscando empleo –añade con una sonrisa malévola. Chivolito, cuyo nombre de pila es Salomón Noriega Cuesta, le debe el apodo a una pequeña verruga que tenía sobre la frente. Se ha pasado los últimos cincuenta años de su vida contado chistes en los velorios de Soledad, un pueblo de la costa Caribe de Colombia, a casi mil kilómetros de Bogotá. Los asistentes se desternillan de la risa y le brindan licor. Lo aplauden, le dan palmadas sobre los hombros. Al final de la jornada, él extiende frente a ellos una gorra, para que se la llenen de monedas. Casi siempre recoge entre ocho mil y doce mil pesos. A menudo son los propios dolientes quienes lo solicitan como bufón, pues saben que su presencia le garantiza compañía al difunto. También sus vecinos le avisan cuando alguien acaba de fallecer. Y Textos escogidos | 133 a veces él mismo está pendiente de los carteles de exequias que los deudos de los difuntos pegan en las paredes. En Soledad y en varios barrios del sur de Barranquilla es popular la frase según la cual un velorio donde falte Chivolito no tiene ni pizca de gracia. Por lo general, Chivolito llega al velorio a las ocho de la noche. Les da el pésame a los deudos y se sienta en la sala, al lado del ataúd. Allí permanece un rato en silencio, con el rostro desconsolado. Es su manera de expresar respeto por la ceremonia religiosa. Luego se va hacia el patio o hacia el exterior de la casa –depende de dónde esté el público– y comienza su función, que suele prolongarse hasta el alba. Muchos de los asistentes le resultan ya familiares, pues son vagabundos de feria que lo siguen de un lugar a otro. Como conocen a fondo su repertorio, le van haciendo peticiones en voz alta, una actitud similar a la de esos espectadores enardecidos que, en los conciertos, les solicitan canciones a sus músicos favoritos. “¡Echa el del man que tenía dos próstatas!”, le grita un calvo de bigote frondoso. “Es mejor el del viagra pediátrico”, exclama un vendedor callejero de butifarras. “Cuenta el de los esposos que se detestaban”, propone un anciano desdentado. Ellos ignoran que, al recordarle a Chivolito sus propios chistes, lo ayudan a combatir los estragos de su memoria, y a seguir vigente a los setenta y ocho años. Hubo un tiempo en que Chivolito sabía exactamente a cuántos finados había visitado. Cargaba un bastón de guayacán en forma de culebra, al cual le trazaba una raya con un cuchillo de cocina cada vez que animaba un nuevo funeral. Hace veinte años el bastón se le extravió y Chivolito dejó de llevar las cuentas: entonces había animado novecientas dieciséis velaciones. Antes, cuando le sobraban arrestos, recorría la costa Caribe de punta a punta, desde el Cabo de la Vela hasta Bocas de Ceniza –unos quinientos kilómetros– en busca de 134 | Alberto Salcedo Ramos velorios para sus humoradas. Ahora, viejo y achacoso, evita en lo posible los lugares que están demasiado retirados de su casa. Cuando no ejerce su oficio de bufón, Chivolito se la pasa refunfuñando contra lo que él llama su “mala suerte”. Su inventario de quejas es extenso: le duelen las articulaciones, le arde la garganta, duerme muy poco. Le molesta la catarata del ojo izquierdo y le preocupa su exceso de ácido úrico. A finales de los años setenta lo abandonó la esposa y en 1996 se le murió la hija. Así que a estas alturas vive de la caridad donde un compadre, en una pieza estrecha y oscura. No es justo, dice, que a su edad deba recorrer tres kilómetros diarios bajo los cuarenta grados centígrados de Soledad, para vender rifas y ganarse apenas cinco mil pesos. En 2003 fue arrollado por un camión (en este punto se levanta la bota del pantalón para mostrar la cicatriz que le quedó en la rodilla). Y, como si fuera poco, su familia le dio la espalda. Solo falta –remata con un suspiro– que los perros del barrio lo confundan con un tarro de basura y se le orinen. Chivolito repite su perorata ante todo el que se tropieza, sea conocido o desconocido. Pero cuando está en los velorios contando chistes parece que olvidara sus problemas. Le relampaguean los ojos, se le aviva la voz, sin duda porque siente que, en esos momentos, ya no es el hombre apocado que se confunde con el gentío mientras negocia su lotería, sino la estrella de la noche, el blanco de todas las miradas. ••• El féretro de José del Carmen Urueta, quien murió de muerte natural a los setenta y tres años, preside la sala. Alrededor del ataúd hay una rueda de mujeres apesadumbradas. Casi todas visten de negro riguroso. Están rezando por el alma del muerto, con los ojos entornados y un rosario entre las manos, a la altura del pecho. Textos escogidos | 135 La casa es espaciosa, de paredes verdes descascarilladas. En un rincón de la sala hay un mesón de madera rústica que tiene un Buda de cerámica, un pavo real de hojalata y una bandeja de frutas artificiales. El tono de las mujeres es impetuoso. –Dale, Señor, el descanso eterno –dice la que conduce la oración, una mujer enjuta que tiene una verruga peluda en la nariz. –Brille para él la Luz Perpetua –le responden las otras. Hilda Salas, la viuda, está sentada en el centro del redondel, flanqueada por dos mujeres rollizas que tratan de consolarla. Una le echa loción mentolada en las sienes y la otra le abanica el pecho con un sombrero de palma. De vez en cuando se zafa de sus comadres y se asoma por la ventanilla del ataúd, para llorar sobre el rostro del difunto. Grita, se estremece. La mano izquierda, con la cual empuña un pañuelo arrugado, se agita en el aire. Las otras mujeres se contagian de su histeria y sueltan también un llanto estentóreo. Sin embargo, no parecen tristes: tan solo interpretan, es evidente, un viejo libreto. A diferencia de Chivolito, ellas encarnan la parte grave del espectáculo escénico. Pero, al igual que él, encuentran en el funeral una posibilidad de protagonismo. En algunos pueblos pobres del Caribe colombiano la muerte es una oportunidad de esparcimiento. La gente acude a los velorios no solo para solidarizarse con los deudos, sino también para combatir la rutina diaria, para tener algo que hacer. Como no hay salas de cine que muestren muertos de mentira, toca distraerse con los muertos de verdad. A través de la ventana abierta se divisa la ancha calle, donde se encuentran los otros asistentes al velorio. Hay que dar tan solo nueve pasos para atravesar la sala y llegar a esta calzada, que es polvorienta debido a que nunca ha sido pavimentada. Los dos extremos de la avenida fueron acordonados con bancos de madera, para impedir el 136 | Alberto Salcedo Ramos paso de los automóviles. Afuera, a diferencia de lo que ocurre en el interior de la casa, todos son hombres. Están organizados también en forma circular pero, en vez de rezar, ríen a carcajadas. La causa de tanto jolgorio es el tipo de baja estatura que cuenta chistes en el centro de la circunferencia. Esta noche Chivolito luce una camisa blanca de lino, un pantalón caqui y unos mocasines blancos. La cachucha, en la que más tarde recogerá el dinero, es verde. El hombre tiene una voz chillona que taladra los oídos y una variadísima colección de ademanes cómicos: tuerce la boca, se pone bizco, camina renqueando, se tira al piso, se alborota el pelo, saca un peine, se acicala con la raya en la mitad, hace la mímica de un borracho, aplaude, se arrodilla. Parece un muñeco de cuerda manipulado por un titiritero delirante. –Chivolito, ¿por qué no cuentas el del hombre de las dos próstatas? –interviene a gritos el vendedor de butifarras. –Ese es muy largo –responde Chivolito sin mirar al autor de la pregunta. Una garrafa de ron blanco empieza a rodar de mano en mano. El que la recibe apura un trago a pico de botella y enseguida se la pasa al siguiente. –Un monstruo se casó con una monstrua –vuelve a la carga Chivolito con su voz penetrante–. Una noche el monstruo llegó a la casa con tremenda borrachera. Y le dijo a la monstrua: bueno, mi amor, vamos a acostarnos, que vengo con muchas ganas de hacerte monstruosidades. La monstrua le contestó: ñerda, papi, hoy no se va a poder, porque tengo la monstruación. El chiste, pese a que es vulgar, parece demasiado sofisticado para este auditorio del barrio Rebolo, en el sur de Barranquilla. La gente se ríe de manera un tanto forzada. Ahora le toca a Chivolito el turno de beberse su trago de ron. El hombre empina la botella con las dos Textos escogidos | 137 manos y se la lleva a la boca, el rostro levantado y el cuello echado hacia atrás, como si fuera a comenzar un solo de trompeta. Después le entrega la garrafa al vendedor de butifarras, no sin antes limpiarse los labios con la manga derecha de su camisa. Su semblante gozoso dista mucho del aire de pena que tenía por la tarde, cuando esgrimía por enésima vez su catálogo de dolencias. –Bueno, les voy a contar un chiste muy apropiado para esta noche –dice, con el rostro iluminado–. Dos esposos llevaban treinta años sin hablarse. Una tarde el tipo fue al médico y se enteró de que se iba a morir al día siguiente. Entonces llamó a la mujer: “Fíjate, Susana, desperdiciamos treinta años odiándonos y ya mañana me van a comer los gusanos. No quiero irme a la tumba sin reconciliarme contigo. Te propongo lo siguiente: primero nos damos un abrazo y después nos vamos a cenar. Entramos a cine, tomamos vino y rematamos la noche en un motel”. Y le responde la esposa: “Nada de eso, malparido, recuerda que yo tengo que madrugar a preparar el entierro”. La risotada es estrepitosa. El anciano desdentado luce al borde de un infarto. Se sacude, se golpea el pecho con la mano abierta. Los ojos le lagrimean. En medio de la algarabía, ninguno de los radiantes espectadores parece interesado en mirar hacia la sala, donde las mujeres enlutadas continúan entregadas a su plegaria por el difunto. Aunque no existen registros históricos sobre el origen de los bufones de velorio en el Caribe colombiano, se cree que es una tradición de por lo menos un siglo. Resulta obvio suponer que el propósito de esta costumbre es amortiguar el impacto que produce la pérdida de un ser querido. Pero se trata, en realidad, de algo mucho más profundo, relacionado con la naturaleza festiva de los habitantes. No es que se cuenten chistes con la intención calculada de desterrar el dolor y restaurar la alegría, sino que, sencillamente, la gente es así, 138 | Alberto Salcedo Ramos gozosa, risueña. ¿Por qué diablos tendría que comportarse de manera distinta en los funerales? Sería como aceptar la derrota. Lejos de humillarse ante la muerte, los hombres la desafían con el humor. Por eso, al frente de la mayoría de cementerios de la región hay un bar que se llama La última lágrima. Es una cultura tan hedonista que pareciera inspirada siempre en la célebre sentencia de Lord Byron: la vida es demasiado corta para desperdiciarla jugando ajedrez. O rasgándose las vestiduras por algo que, a fin de cuentas, es inevitable. ••• Chivolito está jugando dominó en una terraza del barrio Porvenir, en Soledad, donde vive desde mediados de los años sesenta. Sus compañeros de partida son el albañil Carlos Rico, el mecánico Heberto Guzmán y el licenciado en Ciencias Sociales Agustín de la Hoz. El tema de conversación es la muerte. –Morirse es lo más fácil del mundo –opina Rico, a quien los demás llaman “El Mono”–. Uno se acuesta vivo y amanece con la cabeza doblada. –Eso es verdad –tercia Guzmán–. La muerte es lo único que tenemos asegurado. –Lo único –repite Chivolito con un gesto reflexivo, mientras juega su ficha. El profesor de la Hoz no dice nada. Está concentrado en la partida. Son las tres de la tarde y la calle 17 es un hervidero de autobuses viejos, carretillas tiradas por mulas y triciclos con carrocería habilitados como taxis. El concierto de ruidos es atronador: el frenazo de un camión, el chirrido de una segueta eléctrica, el pregón de un vendedor de aguacates. Algunos de los transeúntes detienen su marcha Textos escogidos | 139 y se quedan al lado de la mesa, mirando el juego. Chivolito sigue hablando. –La muerte era mejor negocio antes. Ahora se han puesto de moda las cremaciones esas, porque salen baratas. Yo pregunto: ¿quieren economizar? Amárrenle al cadáver una piedra en el tobillo y tírenlo al río. Así les sale gratis y de paso se ahorran hasta la llorada. Uno de los curiosos apiñados alrededor de los cuatro jugadores le pregunta a Chivolito si para él también se ha desmejorado el negocio de los velorios. –¿Y a ti quién te dijo que yo vivo de los velorios? –responde, con cara de ofendido–. En Soledad todo el mundo sabe que yo trabajo vendiendo boletas de las Rifas JB. ¡Tú acabas de llegar de Marte y no te has dado cuenta de esa vaina! A continuación, en un tono sosegado, Chivolito le informa a su interlocutor que todas las mañanas recorre a pie cerca de tres kilómetros y vende ciento treinta boletas, a razón de cien pesos por unidad. El dueño del negocio le paga el cuarenta por ciento de las ventas, es decir, unos cinco mil pesos diarios. Es poco, advierte, pero ¿qué más puede hacer un viejo de setenta y ocho años? Lo de las muertes es una ayuda, por supuesto, pero no siempre se muere la gente y, en todo caso, hay velorios de donde lo expulsan a la fuerza, porque los deudos consideran que sus bufonadas son irrespetuosas. –¿Irrespetuoso yo? –pregunta mientras se da golpes de pecho–. Ellos son los que creman los cadáveres, o se ponen a pelear herencias cuando el cajón todavía está en la sala. ¡Y el irrespetuoso soy yo! Enseguida vuelve a desembuchar su lista de calamidades. Un primo panadero se esconde cuando lo ve, para no regalarle ni un mísero pan. Un hijo extramatrimonial que tuvo en el pueblo de Malambo, se 140 | Alberto Salcedo Ramos volvió ladrón y perdió la vida en una balacera. A veces le da mareo y se queda sin visión durante unos segundos. A veces se le hinchan los pies de tanto caminar bajo el sol. Lo peor de todo, dice, es que él era talentoso y, sin embargo, no pudo derrotar a su “mal destino”. En su juventud lo dejaban entrar gratis a las salas de cine, para que con un megáfono le pusiera la voz a las películas de Chaplin. Ahí donde lo ven, con su 1,55 de estatura, él protagonizó dos comedias en el teatro Mogador. Todo el mundo pronosticaba que sería como Cantinflas o como Germán Valdés, el popular “Tin Tan”. ¿Y quién es Chivolito hoy? ¿Quién es, a ver? Un pobre tipo sin suerte. Menos mal que todavía hay personas como el compadre Luis de los Ríos, que le da posada y comida, concluye meditabundo. Otro de los fisgones quiere saber cómo fue que Chivolito se hizo contador de chistes en los velorios. Chivolito le responde que heredó el oficio de su padre, Demetrio Noriega. Luego cuenta que su primera función sucedió de manera accidental en 1956, cuando tenía veintiocho años. Esa noche había muerto la madre de Aristarco Sepúlveda, uno de los más afamados bufones de velorios de Soledad. Sepúlveda, un cincuentón de panza abultada, estaba tan conmocionado que no se atrevía a animar la velación, y por eso le pidió el favor a Chivolito, quien solo había ido a expresarle sus condolencias. –Nosotros somos como los médicos –dice Chivolito ahora, con cara de estar revelando el primer mandamiento de un decálogo trascendental–. Cuando tenemos familiares implicados, buscamos a un colega. Uno de los asistentes se declara sorprendido. Chivolito advierte que en sus correrías ha sido testigo y protagonista de muchos hechos asombrosos. Lo más insólito, dice, le ocurrió una noche en que lo arrojaron a empujones de una rueda fúnebre en el barrio San Textos escogidos | 141 Antonio, de Soledad. Chivolito emigró para la tienda del frente y se puso a tomar cerveza con varios de sus fanáticos, quienes se fueron detrás de él. Allá siguió contando los chistes. Al rato, las personas que aún permanecían en la velación, atraídas por las carcajadas, también se marcharon hacia la tienda. La estampida dejó al cadáver casi solo, apenas con las cuatro rezanderas macilentas que lo acompañaban. Entonces, al hijo mayor del finado no le quedó más remedio que ofrecerle disculpas a Chivolito y suplicarle que regresara. Mientras Chivolito hablaba, la partida de dominó había quedado suspendida. Ahora, Carlos Rico lo amonesta. –¡Juega rápido, no joda! –gruñe. –Yo te creo a ti la mitad de lo que dices –le advierte Heberto Guzmán. Después se dirige al resto de contertulios. –Llevamos cuarenta años oyéndole el cuento de la esposa que lo dejó y de la hija que se le murió, y ni siquiera los más viejos del pueblo conocieron a esas dos mujeres. Deja de hablar paja y pon rápido ese doble seis, si no quieres que te lo ahorque. Chivolito juega la ficha con un golpe seco sobre la mesa. –¡Pa’ joderte, marica! ••• El profesor Agustín de la Hoz llegó por la tarde al velorio en la casa de la familia Urueta. Mientras arribaba el resto del personal, se puso a dialogar con un hombre sobre la pésima campaña del Atlético Junior en el torneo de fútbol colombiano. Después, la charla derivó hacia la muerte. –Como decía Quevedo, somos una presente sucesión de difuntos. 142 | Alberto Salcedo Ramos Según de la Hoz, la costumbre de hacer ruido en los funerales ha estado arraigada desde hace años en el Caribe, sobre todo en las zonas rurales. La bulla de los dolientes en los sepelios es quizá un alarido de pavor. Una manera de ahogar entre todos el implacable silencio de la muerte. Durante los últimos años la tradición se ha ido perdiendo, debido a la educación y a la influencia de culturas ajenas. Es posible que Chivolito sea el último bufón de velorios que sobrevive. En algunos pueblos de la costa Caribe despiden a los finados con tambores. En otros les cantan coplas. Las plañideras a sueldo del pasado son hoy una leyenda pintoresca, pero en la región no hay entierro popular al que le falte su cortejo de mujeres quejumbrosas: familiares, vecinas, amigas, conocidas o simples entrometidas. Se apoderan del muerto sin autorización de nadie y lo lloran a grito herido, como si establecieran una relación proporcional entre el afecto y la potencia de su llanto. A ningún hijo de Dios le falta su banda sonora desgarrada el día del entierro. Es la prueba de que no vivió en vano, la evidencia de que dejó una huella. Si se miran bien las cosas –añade el profesor de la Hoz–, este sollozo colectivo es un baile de máscaras. Por eso, tal vez, la máxima fiesta de la región, el Carnaval de Barranquilla, termina con el entierro multitudinario de Joselito, un personaje simbólico: se muere para renacer. Para salvar la próxima fiesta. Y eso –salvar la fiesta a pesar de la muerte– es lo que procura Chivolito esta noche, mientras cuenta sus chistes. –Una viejita se desnudó frente al espejo y empezó a hablar con su propia imagen. “Ay, mijita, estás toda arrugada como un acordeón. Ya no eres la misma que martillaba con navegantes, choferes, poetas, albañiles, músicos, zapateros, carpinteros, butifarreros, profesores y futbolistas. ¡Estás llevada de la malparidez!”. De pronto se le salieron Textos escogidos | 143 cuatro gotas de orín por donde sabemos, y dice la viejita: “Echeeeeee, ¡lloras porque te digo la verdad!”. Esta vez el público aplaude además de reír a carcajadas. El calvo de bigote frondoso le pasa la garrafa de ron blanco. El vendedor de butifarras vuelve a pedirle el chiste del hombre de las dos próstatas. Y la barahúnda parece fuera de control. Dentro de la casa, la viuda luce tranquila a pesar de este alboroto, como si entendiera que es un deber cristiano prestar su muerto, para que Chivolito y su comparsa sepan que están vivos.


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